Fundada en las faldas del Cerro Santa Lucía, símbolo católico en la crónica oficial, pero una gabela a Lucifer: "el lucero del alba" en el arcano gnóstico y masónico, que es además reverberación del Huelén mapuche: la gran altura en medio del valle, desde donde los legítimos habitantes de Santiago observaron e interactuaron con los astros y la magia cósmica.
Santiago de Chile es una ciudad mágica y trágica, la expresión de un presente exitista, eufórico y cortoplacista que procura ocultar para siempre sus miserias y sepultar un pasado tras otro, que vuelve a re-emerger desde las entrañas con el nauseabundo hedor de las "causas no resueltas". Una capital que es expresión de nuestra propia idiosincrasia: boyantes por fuera, marchitos por dentro, la glorieta de tantas historias, vivencias y fantasías, desde el costumbrismo (de tiempos de la Guerra Civil) de Blest Gana a la mundología de Fuguet y las atemporales cavilaciones de Carlos Franz, cuyo retrato de Santiago he querido hoy parafrasear.
Como buen hijo de provincia, las primeras imágenes de Santiago que almaceno en mi memoria son las de la descomunal metrópoli céntrica: el perímetro en torno a la Alameda, la casa de gobierno y los edificios ministeriales, enfundados de la más bella arquitectura británica del siglo XIX. Era desde luego también, la ciudad de Fantasilandia, de Mundo Mágico, de la gran juguetería Otto Kraus en Las Condes y cuanto voladero de luces pudo atraer -por medio de la "caja tonta"- la mente de un niño a comienzos de los años '90.
Ese Santiago a la vez clásico y moderno, inabarcable y entretenido, también se me manifestaba misterioso y peligroso. Emplazado 800 kilómetros al norte de la gran ciudad, viajar a la capital era toda una experiencia que mis padres eludían y yo añoraba. De aquellos primeros viajes, se me agolpan algunas experiencias tumultuosas como la primera vez que presencie una persecución y linchamiento público a un carterista o "lanza" en pleno Paseo Ahumada, también un operativo policiaco contra "terroristas políticos" de la época, que no encontraron mejor lugar para fondearse que el mítico local de comidas "Los Pollitos Dicen", otro recuerdo bastante curioso es el de haber presenciado el desentierro de unos restos prehispánicos, que salieron a la luz mientras se realizaban obras en la Plaza de Armas y el fallido asalto de una casa de cambios.
Sin saberlo, pero sin duda intuyéndolo, en cada uno de aquellos eventos me fue manifestado -a la tierna edad de cinco o seis años- el Santiago inhumado, la puerta al submundo donde pululan los antisociales, donde la pobreza que jamás ha sido zanjada sino relegada y desterrada, hostiga con efecto boomerang, recordándonos que no somos un país, menos aún una sociedad "desarrollada". Santiago Centro, corazón político y tradicional de la gran ciudad, con su arquitectura europea y su art decó se erige sobre un gran radier que oculta la fosa de los indígenas, de los tísicos y de una ciudad de barro, rehecha varias veces sobre restos siniestrados por terremotos e incendios. Aún detrás de sus bellas fachadas, los viejos edificios encierran conventillos donde convergen los dramas y conflictos del inmigrante y del ciudadano pobre.
Qué decir del Gran Santiago, reflejo y símbolo del quiebre de nuestras clases sociales. El Chile popular y el Chile privilegiado se dividen en el sector de Plaza Italia: una verdadera línea del Ecuador que se alza como muro invisible pero inexpugnable entre el "país que queremos ser" y el "país que realmente somos".
Y es sobre muros, imbunches (deformidades) y pasados que revienen -por ser más reales y vigentes que la fugaz ilusión del presente- que trata justamente la obra de Carlos Franz; resuelta en novelas como Santiago Cero (1988) y sobre todo en el ensayo titulado La Muralla Enterrada (2001) que inicia justamente con un recuerdo del autor, que a mediados de los '70 presenció junto a medio Santiago el reflote de una muralla fundacional de la ciudad, desenterrada a raíz de las obras de construcción del Metro. Aquella "aparición" da pie a una serie de reflexiones de índole social, cultural, urbanística, histórica y demográfica, ilustradas por buena parte de la literatura chilena del siglo XX que relata a la ciudad, sus costumbres y sus gentes.
Y es sobre muros, imbunches (deformidades) y pasados que revienen -por ser más reales y vigentes que la fugaz ilusión del presente- que trata justamente la obra de Carlos Franz; resuelta en novelas como Santiago Cero (1988) y sobre todo en el ensayo titulado La Muralla Enterrada (2001) que inicia justamente con un recuerdo del autor, que a mediados de los '70 presenció junto a medio Santiago el reflote de una muralla fundacional de la ciudad, desenterrada a raíz de las obras de construcción del Metro. Aquella "aparición" da pie a una serie de reflexiones de índole social, cultural, urbanística, histórica y demográfica, ilustradas por buena parte de la literatura chilena del siglo XX que relata a la ciudad, sus costumbres y sus gentes.
Carlos Franz, abogado y escritor nacional de 57 años, se formó en los talleres literarios del laureado José Donoso. De allí que su obra -sin dejar de ser objetiva- tenga notorias pinceladas de realismo mágico o al menos una importante carga simbólica, que es además congénita a la casta de escritores nacionales y en especial capitalinos, que como Augusto D' Halmar, Jenaro Prieto, Jorge Edwards y el propio José Donoso metaforizaron la ciudad, hasta volcarla en "el gran eco" de las aspiraciones, frustraciones y contradicciones del chileno y del santiaguino común.
En La Muralla Enterrada, Franz describe "el espíritu de los barrios": "La Chimba" (Barrio Recoleta e Independencia), La "Ciudadela Amurallada" (Santiago Centro), "Barrio Estación", "Matadero" (Barrio Franklin), "El Zoco" (Calle San Diego), "La Ciudad de los Césares" (Alameda, Parque O'Higgins y el Cerro Santa Lucía) y "El Jardín" (Barrios Altos), escrutando su historia, su épica y revelando la construcción (hacia dentro y hacia fuera) que surge producto de aquella narrativa, donde los muros -hoy inexistentes- y las fronteras naturales (ejemplo las distintas riberas del río Mapocho) segregan menos que las imágenes y una construcción verbal que atomiza Santiago en sus muchos frentes y comunas, dándonos la impresión de que las divisiones o murallas son realmente indestructibles, puesto que no sólo brotan desde su demarcación oficial sepultada bajo la ciudad, emergen todo el tiempo desde lo más profundo de nuestro subconsciente, fracturado desde la colonia.
La Muralla Enterrada es una obra que recuerda (y antecede de hecho) el estilo de la galardonda Estambúl. Ciudad y Recuerdos (2005) que le valiera el Nobel de Literatura al turco Orhan Pamuk en 2006, un cuadro de la ciudad pintado con la esencia de sus habitantes que al igual que en el libro de Pamuk manifiesta un ocaso: el de una capital, de un país y de una sociedad aún indefinida, no entre Oriente y Occidente -como ocurre en el caso turco, plasmado por Pamuk- sino entre la identidad persistente y la identidad de paso, entre el "ser de aquí" y el ser impostados, ¿que es la muralla enterrada bajo Santiago, sino una metáfora acerca de nuestra propia in-definición como sociedad e individuos mitad nativos, mitad apátridas?
La Muralla Enterrada es una obra que recuerda (y antecede de hecho) el estilo de la galardonda Estambúl. Ciudad y Recuerdos (2005) que le valiera el Nobel de Literatura al turco Orhan Pamuk en 2006, un cuadro de la ciudad pintado con la esencia de sus habitantes que al igual que en el libro de Pamuk manifiesta un ocaso: el de una capital, de un país y de una sociedad aún indefinida, no entre Oriente y Occidente -como ocurre en el caso turco, plasmado por Pamuk- sino entre la identidad persistente y la identidad de paso, entre el "ser de aquí" y el ser impostados, ¿que es la muralla enterrada bajo Santiago, sino una metáfora acerca de nuestra propia in-definición como sociedad e individuos mitad nativos, mitad apátridas?