Fue el impar economista austriaco Joseph Schumpeter quien en 1942 hizo popular el término “destrucción creativa” para referirse a los ciclos económicos pautados por las infranqueables crisis económicas globales sucedidas -en promedio- cada 50 años y cuyo trasfondo no es otro que la constante reinvención del capitalismo, asociada a su vez a la transformación de paradigmas tecnológicos que disrumpen lógicas y estructuras de producción precedentes.
Para Schumpeter, intelectual disociado de la
teoría liberal clásica a la cual consideraba acomodaticia, burguesa e
indefectiblemente teórica, el capitalismo es un proceso esencialmente dinámico,
determinado por el derrotero de la transformación industrial que “incesantemente
destruye lo viejo para crear lo nuevo”. Es así como la casi totalidad de
las grandes recesiones económicas de los últimos 100 años vinieron acompañadas
de una profunda incertidumbre y desconstrucción de los pilares sociológicos,
políticos e institucionales al punto de que probadamente no fueron las Guerras
Mundiales catalizadoras de las crisis sino su más evidente corolario.
De este modo -y sin necesariamente caer en la
vacua simplonería conspirativa que formula las más variadas y disparatadas
teorías sobre una supuesta PLANDEMIA- salta a la vista a cualquier persona provista
sólo del sentido común que la realidad inverosímil que vivimos hoy a nivel
planetario posee un trasfondo mucho más peliagudo que la eventual aparición de
un virus que de pronto nos produjo enfrentarlo con medidas en ocasiones
cavernarias, impropias además de una civilización altamente sofisticada en el
campo biotecnológico. Es en este sentido que conceptos como “decoupling” y
“reset” resultan mucho más sugerentes para la crème de los analistas
internacionales que todo el pandemónium comunicacional en torno al COVID-19:
fachada evidente que encubre la crisis profunda, más en ningún caso es su
causa.
Lo que venimos presenciando con total certeza
desde el año 2018 es una nueva “desconstrucción creativa” del modelo económico
liberal (la más robusta desde el periodo de entreguerras) y es aquí donde
conceptos como “decoupling” y “reset” cobran un sentido particular,
especialmente entre quienes han logrado comprender la profundidad de la Guerra
Económica y Arancelaria que sostuvieron Estados Unidos y China desde comienzos
de aquel año. Fue el economista y futurólogo alemán Klaus Schwab, fundador del
Foro Económico Mundial (instancia ligada a la polémica Davos) quien en 2020
acuñó el concepto “reset” (reinicio) haciendo alusión a las inusuales
restricciones que nos impone la pandemia como una oportunidad para reformular
la economía global y hacerla “más equitativa y próspera”. Idealismos de lado era
ostensible que con o sin pandemia el “reseteo” de la economía global venía
encaminado al menos desde el año 2008 (crisis subprime) a causa de una
globalización financierista que llegó al límite, azuzada por la triada
insostenible de consumo, especulación y deuda, que prácticamente poco o nada
tiene que ver con la globalización comercial, tradicionalmente entendida como
la transacción de bienes y servicios a bajas tasas arancelarias.
Si sumamos a lo anterior un hecho histórico
inequívoco: el actual tránsito del progreso material e intelectual del planeta
desde las sociedades atlánticas (Europa Occidental y Norteamérica) a las
pujantes economías de Asia (China, la India y el Sudeste asiático en
particular), se asientan todas las fichas sobre el tablero de un planeta presto
a una “desconstrucción creativa” radical, nunca antes vista en la historia del
capitalismo industrial. Es así como el “decoupling” (desacoplamiento) es sin
duda el objetivo primordial que persiguen actualmente los Estados Unidos y la
Unión Europea, asistidos por el cierre de fronteras y la repatriación de
capitales que les ha facilitado la pandemia. Desacoplamiento indica revertir la
dependencia de China que en los últimos 40 años no sólo se convirtió en la
“fabrica del planeta” (un mero eslabón productivo en la cadena de valor global)
sino en un puntal tecnológico, de I+D y en un inversor astuto que aprovechando
las asimetrías del ahorro (las sociedades orientales ahorran, las occidentales
se habituaron a simplemente consumir) se convirtió también en el segundo mayor acreedor
de la deuda externa estadounidense, así como la de varios países europeos.
En el actual estadio de posglobalización y
posliberalismo, comienza a sucumbir también el modelo de dependencia (o al
menos comienza a transmutarse) generando circunstancias bastante sui generis
como el hecho no menor de que China, país comunista, es hoy en día principal
adalid de la globalización económica (liderando cuantiosas inversiones de
infraestructura portuaria en países de todos los continentes, para pavimentar
la pista a proyectos globalistas ambiciosos como RCEP y la Nueva Ruta de la
Sede marítima, terrestre y ártica), mientras las economías occidentales -otrora
íconos de la apertura- optan por contraer la globalización, repatriando sus
capitales e industrias, dado el hecho de que cada día que pasa son menos
competitivas en comparación al gigante asiático y apuestan por un recambio de
paradigma económico, hacia la regionalización.
En medio de tan agudo contexto, es lamentable
que Latinoamérica siga huérfana de las ideas, naufragando en la incertidumbre.
La realidad que hoy perturba a europeos y estadounidenses, la hemos vivido ya
muchas veces en carne propia a lo largo de todo un siglo y así como hoy ellos
optan por desglobalizarse y proteger sus economías frente a China, nuestros
países emprendieron sin éxito similar objetivo a partir del modelo
desarrollista y la sustitución de importaciones (años ’20 a ’70 del siglo XX),
que propendió a la autonomía económica frente a Estados Unidos y Europa.
Indefectiblemente fuimos saboteados a lo largo de todo un siglo (desde
experimentos económicos y Operaciones Cóndor a imposición de pautas económicas
bajo el Consenso de Washington) para volver a encarrilarnos en una estructura
de dependencia, mucho más facilitada a partir de economías abiertas, monoproductivas
y mutiladas de potencial para generar valor agregado a sus productos de
exportación. He aquí además la génesis de las desigualdades lacerantes en
nuestro continente, producto de una oligarquía tributaria del nexo neocolonialista,
que lejos de propender a la especialización, dilata a extremos insostenibles el
continuum feudal en nuestros países.
Sin lograr desmarcarse del continente, Chile
también sufre los embates de la actual “destrucción creativa” aunque -a
diferencia de europeos y norteamericanos- nadando contra corriente en manos de
una clase política y de una élite económica que a todas luces intenta reflotar el
modelo que gran parte de los chilenos desacredita (¿o acaso no quedó esto
completamente demostrado con el estallido social del 18 de octubre?).
En medio de la peor crisis económica, social, política y más bien sistémica de nuestra historia, es anecdótico que siga siendo un tabú -por ejemplo- proponer un impuesto a los súper ricos, y ergo aún más inimaginable resultaría pronunciarse sobre ejercer un mayor control o cerco sobre los más de USD $ 20.000 millones que el país pierde anualmente por concepto de evasión fiscal, buena parte de la cual corresponde a remesas que esos mismos “super ricos” canalizan en vía directa hacia sus cuentas en Suiza, Andorra, Malta, Panamá y otros tantos paraísos fiscales.
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