El agricultor de 70 años Orwall Casanova Cameron y el subinspector de la PDI Luis Morales Balcázar, son las primeras víctimas en 2021 de lo que se estila llamar “la violencia de la Araucanía”, realidad compleja y acojonante que no sólo perturba la seguridad y estabilidad del país, es también materia de una segmentación política constante, que exalta prejuicios y abandera posiciones, toda vez que a un proceso irresoluto desde hace 160 años (la “Pacificación de la Araucanía”) se suman elementos ideológicos, intereses económicos, militarización, marginalidad, violencia y juicio externo.
Un litigio por tierras reclamadas por la comunidad mapuche gatilló el asesinato del agricultor, mientras que un operativo de Investigaciones por producción de marihuana en Temocuicui, terminó con la vida del oficial de 34 años de edad. Y aunque los hechos en ambos casos no son nada afables ni generan buena publicidad a la comunidad mapuche, para ser justos habría que señalar que “la violencia genera más violencia”. No son condiciones normales las que se viven actualmente en la Araucanía, donde cualquier incitación puede desatar agresiones que en algunas ocasiones desembocan en la muerte de mapuches (caso de Camilo Catrillanca en 2018, Rodrigo Melinao en 2013 o el lonko Juan Collihuin en 2006, entre otros), y otras tantas de policías, civiles y agricultores chilenos. Todos víctimas al fin y al cabo de un contexto violento, que como la trama de una tragedia griega, precede condiciones de nacimiento, económicas y de raza.
Parece ser que los motes “narcotráfico” y “terrorismo” sirven para simplificarlo todo y justificar de paso la activación del rol represor del Estado, cuando lo que se dice está en juego es el Estado de Derecho. La verdad, dicha sea de paso, un operativo policiaco de corte hollywoodense, con 800 oficiales poca o ninguna vez se da en las comunas marginales de nuestro país donde hoy por hoy abunda la droga y la lealtad y clientelismo de los vecinos se expresa hacia los narcos en lugar de hacia el Estado, pues generalmente no ocurre donde nadie quiere ver o todo está cubierto, pero sí donde todos están mirando: en este caso la región de la Araucanía.
Parafreseando al avezado cientista político argentino Norberto Emmerich (el mayor experto latinoamericano en geopolítica del narcotráfico) ocurre en Chile lo mismo que en otros países de la región: el Estado incapaz de ocupar ya toda su soberanía le delegó espacios al narcotráfico, que ofrece condiciones de subempleo algo mejor que precarias a sus llamados “soldados” y de paso proyecta en negro una economía sumergida que al decir de Emmerich es parte sustancial -aunque desde luego no declarada- del modelo neoliberal. Existen una copiosa bibliografía y por lo demás muy documentada que narra cómo el narcotráfico entró por la puerta ancha a las poblaciones durante el Régimen Militar y se consolidó en los años de la democracia a partir de la exención e inmunidad en la que actuaron personajes como el Cabro Carrera y reducidos clanes familiares de la droga, en contacto directo con proveedores de Argentina y la mafia calabresa.
Hoy la relación de la política con el narco es ambivalente, pues por una parte genera réditos morales sentenciarlo y combatirlo en el discurso, pero por otra pocos pueden negar que el narco ha tendido puentes entre los partidos y las gentes bajo su señorío (caso del PS en San Ramón) y hasta financiado campañas electorales en años donde no existía algún equivalente de la Ley N° 19.884 Orgánica Constitucional Sobre Transparencia, Límite y Control del Gasto Electoral.
Quienes nos aproximamos a los 40 años y más aún quienes nos preceden, pudimos ver la evolución del flagelo de la droga en nuestro país. Así, cuando era niño no era infrecuente ver a jóvenes en las esquinas esnifando neopren para llenar la sensación de vacío del estómago (lo cual ya retrataba la pobreza en el país), luego la marihuana se fue normalizando como la droga recreacional por excelencia (la de más fácil acceso y producción), mientras la cocaína, los barbitúricos y el éxtasis corrían a raudales en las fiestas y eventos del barrio alto, toda vez que la pasta base hace estragos en las poblaciones. El auge del narcotráfico es connatural al proceso de globalización y un subproducto del dualismo neoliberal (economía de sobrevivencia en los barrios marginales y materialismo aspiracionista de los narcos), facilitado no pocas veces por la anomia e incompetencia de los gobiernos de turno. De modo tal que un operativo de 800 policías por una plantación de 1200 plantas de marihuana parece excesivo, más aún cuando hace menos de tres meses el OS7 decomisó igual cantidad de plantas en Atacama en un operativo mucho más discreto y sin sumar mártires para ninguna causa.
No. El flagelo de Chile no es el narcotráfico, tampoco el terrorismo. El flagelo de Chile -hoy como al principio de nuestra vida republicana- es la desigualdad lacerante, la segmentación del territorio y la mercantilización extrema de la vida y los recursos, facilitada por la burocracia del Estado, que tiene en total abandono los rincones más peligrosos y menos productivos del territorio, pero hasta allanadas y militarizadas las zonas extremas del país, donde los ardides del capital son cuestionados y combatidos desde siempre por las comunidades locales que tienen una conexión distinta con la tierra. El terrorismo -ese concepto tan en boga desde el último tercio del siglo XX- como señaló Baudrillard es la más útil de las estratagemas para deslegitimar las causas del otro y avanzar sobre su espacio vital con una coartada en mano; en Oriente Medio ocurre con el petróleo, en la Araucanía con las forestales.
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