Más allá del velo que oculta lo incognoscible, las montañas custodian un silencio primario y primordial, cruzarlas es un acto sagrado, un retorno al Centro perdido en la noche de los tiempos. Las cumbres: espejos del alma, no conocen fronteras, son el canto de los antiguos que escalaron al éter, el murmullo de quienes danzaron entre gigantes de piedra, desprendiéndose del ropaje de los tiempos; un sendero que se pierde en la distancia y configura el eterno imperecedero, todo es cambio, todo se transforma, en un eco incesante de sombra y luz.
En las alturas, el viento murmura un misterio que no se nombra: la cordillera es el Grial mismo, un umbral que guarda la sangre de los dioses y desafía la ruina del Kali-iuga. Vadearla no es morir, sino despertar en el reverso del tiempo, trocarse en lo inmaterial, ser verso que se escribe en la penumbra del más allá, donde las tierras llanas y los cielos dorados se funden. Allá, entre brumas que ciegan y estrellas que asoman, el espíritu se aúna al rayo inmóvil de la culminación, un fulgor frío que trasciende nombres y formas, hasta perderse en el abismo sin fin de lo que siempre fue. Tal es el enigma que late en el corazón de las montañas y deja tras de sí la callada certeza de que el alma es verbo y soplo, volando libre y determinado por los rincones del infinito.
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