viernes, 28 de febrero de 2025

En defensa del Estado y el bien público


Qué duda cabe de que vivimos tiempos convulsos, marcados por una profunda confusión arraigada en el individualismo extremo y la lógica del "sálvese quien pueda". En este contexto, la importancia de lo público reemerge en su capacidad para cohesionar a las sociedades, promover el bienestar colectivo y contrarrestar las limitaciones del pensamiento liberal-libertario, que, al exaltar el individualismo y el mercado como reguladores supremos, suele sacrificar la equidad y la solidaridad. Desde los tiempos de la Revolución Francesa hasta el auge del neoliberalismo en el siglo XX, estas doctrinas han priorizado la libertad personal sobre las necesidades comunes, relegando al Estado a un papel secundario y propiciando desigualdades estructurales, concentración de poder privado y el deterioro de las instituciones que sostienen el bien común. En respuesta, el Estado se enaltece como una construcción histórica y soberana, destinada a mediar entre los intereses individuales y las demandas colectivas, ejerciendo su autoridad para proveer servicios esenciales, regular la economía y proteger a los sectores vulnerables. Lejos de ser un ente opresivo, como lo caricaturizan sus ignaros refractarios, el Estado ha sido, desde las polis griegas hasta las modernas democracias, un instrumento que equilibra libertad y justicia, encarnando la voluntad de una comunidad que trasciende al individuo y sienta las bases para una ética pública sólida.

Esta concepción del Estado como garante del bien común hunde raíces en tradiciones históricas diversas, que van desde las doctrinas de la Iglesia Católica o la unicidad islámica hasta la filosofía política china, todas las cuales privilegiaron la idea de comunidad por sobre el individualismo que hoy predomina en Occidente, considerándolo una aberración (Aristóteles: "el hombre que vive de espaldas a la sociedad es un dios o una bestia"). En la Europa medieval, la Iglesia católica no sólo predicó la caridad, erigió también los lugares de culto y las grandes catedrales como las de Siena, Notre Dame o Milán, como símbolos perennes de una organización social que integraba a todos bajo un propósito trascendente (podemos imaginar igual fin para las monumentales pirámides del antiguo Egipto), mientras en el islam el zakat y el califato aseguraban una redistribución equitativa liderada por la autoridad central. En China, el confucianismo dotó al Estado de un mandato celestial para preservar la armonía, visible en la magnificencia de la obra pública, entre las que destacan y preservan la Ciudad Prohibida o la Gran Muralla. Estas formas, opuestas al liberalismo emergente de la Ilustración, destacan cómo el poder centralizado y la obra social monumental reflejaba compromiso con el bienestar colectivo, sentando un precedente para entender el Estado no como un fin en sí mismo, sino como un medio para la cohesión social y la justicia distributiva.

La administración de lo público, sin embargo, requiere una ética rigurosa para evitar su degradación (el mal empleo de los recursos o corrupción administrativa), un principio que el sociólogo alemán Max Weber articuló en su teoría de la burocracia, donde abogó por una gestión racional, impersonal y profesional al servicio del bien común. Weber, influido por la Prusia de su tiempo, veía en la transparencia y la legalidad las claves para legitimar el poder estatal, una idea que resuena con las reflexiones del emperador Marco Aurelio y los estoicos, quienes sostenían que el bien público debe anteponerse a los deseos individuales, pues sólo en la virtud colectiva se encuentra la verdadera justicia. En el islam, el Imán Alí, una figura venerable, enfatizó que el gobernante debe actuar como un pastor que protege a su rebaño (el paralelo con el nazareno es evidente), priorizando la equidad y el servicio a los más necesitados, inspiración que resuena en las enseñanzas de doctos pensadores musulmanes como Al-Ghazali, quien defendió la idea de una autoridad central guiada por la moralidad para preservar la armonía social. Desde una perspectiva más contemporánea, John Rawls complementa esta visión con su teoría de la justicia, argumentando que el Estado debe priorizar a los más desfavorecidos. Estas ideas, surgidas durante siglos en el proceso de consolidación estatal y crítica al laissez-faire, subrayan que la burocracia y la planificación pública no sólo son herramientas técnicas, sino expresiones de una responsabilidad moral hacia la sociedad, un legado que sigue siendo relevante frente a los desafíos del presente.

Canalización del río Mapocho, una de las muchas obras públicas de JM Balmaceda, quien además creó el Ministerio de Obras Públicas y se dió a la tarea de industrializar y fomentar la soberanía económica de Chile.

Este rol activo del Estado como motor del desarrollo tomó sentido en las más grandes intelectualidades del siglo XIX, caso del economista prusiano Friedrich List, quien defendió la intervención estatal para fomentar el progreso económico, una visión que resonó en América Latina en líderes como nuestro José Manuel Balmaceda. Balmaceda, inspirado por el nacionalismo económico, impulsó ambiciosos planes de infraestructura, principalmente en ferrocarriles y caminos, para integrar el territorio y reducir la dependencia externa, un modelo que Carlos Ibáñez del Campo amplió en obras públicas que consolidaron la soberanía nacional, entre ellas la creación de la gran institución de Carabineros. La utilidad de estas iniciativas se extiende a proyectos como plazas, bibliotecas, autopistas, centros comunitarios y estadios, que no sólo facilitan la conectividad y el crecimiento económico, fortalecen también el tejido social al ofrecer espacios de encuentro, cultura y recreación accesibles a todos. Sociedades como la japonesa ejemplifican este enfoque: su civilidad pública, reflejada en el cuidado meticuloso de parques, trenes y bibliotecas, demuestra cómo la propiedad colectiva, cuando es valorada y mantenida por una ciudadanía comprometida con el bien común, amplifica el impacto de la obra pública. En Chile, los gobiernos radicales de las décadas de 1930 a 1950 sumaron a esta visión un énfasis particular en la educación pública, combatiendo la desigualdad y consolidando un proyecto nacional sustentado en la inversión estatal.

No obstante, el pensamiento liberal, al priorizar el interés individual sobre el colectivo, ha demostrado en múltiples ocasiones su potencial para la degradación ética y el colapso del bien común, adoptando un carácter entreguista que debilita al Estado al privatizar empresas públicas, mercantilizar la educación o ceder recursos estratégicos a las transnacionales, como ha ocurrido con el petróleo, el oro, las tierras raras, la energía o el agua en diversos países. En Chile, ilustrativo de este descalabro individualista son los robos de estatuas en cementerios o plazas públicas ordenados por el empresario y anticuario Raúl Schuller y la destrucción masiva de infraestructura durante el estallido social de 2019, hechos que reflejan un desprecio por el patrimonio colectivo y la ausencia de diálogo racional; en Oriente Medio, la dinamitación de la milenaria Palmira por el ISIS y la consiguiente venta de restos patrimoniales a coleccionistas privados demuestran que el lucro se antepone incluso a la ceguera y fanatismo religioso; y en Argentina, la más reciente y burda estafa de Javier Milei con LIBRA, bajo el escudo de la "libertad económica" traiciona escandalosamente la confianza pública. Estos casos, junto con la cesión de activos nacionales a corporaciones extranjeras —evidente en la ola neoliberal de fines del siglo XX—, ilustran cómo el liberalismo desregulado no sólo genera caos y oportunismo, sino que desmantela también la soberanía estatal, dejando a las sociedades vulnerables ante intereses privados globales y reforzando la necesidad de un Estado fuerte y ético.

Hoy felizmente, el evidente fracaso y desencanto con el liberalismo está dando pasos acelerados a un renacimiento del pensamiento estatista, corporativista y desarrollista, patente en el dirigismo de Rusia y China, donde el poder centralizado prioriza el desarrollo colectivo por sobre las libertades individuales, y en el auge de movimientos nacionalistas en Europa que rechazan la globalización y el progresismo. En América, tanto del norte como del sur, emergen tensiones entre el legado liberal y propuestas que revalorizan la intervención estatal, reflejando un agotamiento de las promesas de apertura irrestricta y un retorno a lógicas colectivas. Este giro, que empalma con las tradiciones históricas de cohesión social y las teorías de los mentados Weber, Rawls y List, sugiere una reconfiguración global del orden político y económico. En última instancia, la defensa del Estado y el bien público no es sólo una respuesta a los excesos del individualismo y su carácter entreguista, sino ante todo una afirmación de su capacidad, probada a lo largo de la historia, para construir sociedades más equitativas y sostenibles frente a los desafíos del siglo XXI.

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