Chile, isla metafórica al sur del continente americano, un país enclaustrado hacia el Pacífico por el gran macizo cordillerano de los Andes en sus más de 6000 km de costa: realidad que -en más de un sentido- le hecho evolucionar de espaldas (pero no sin ser jalonado) al peliagudo concierto sudamericano y sus sinsabores político-sociales matrizados por el populismo de pillaje que en doscientos años de vida republicana no ha hecho más que repartir el pastel económico entre los plutócratas de turno: sean socialistas, social-demócratas o neoliberales, todo en una deplorable linea de continuismo con el orden feudo-colonial, que hizo de Latinoamérica la periferia de todas las metrópolis desde el siglo XV a la fecha.
Un país donde los súper ricos concentran 1/3 de la riqueza total del país (33% según estimaciones en las que coinciden varios centros de estudio) no opera ciertamente bajo una lógica real de libre competencia ni de libre mercado, sino más bien como una verdadera pulpería salitrera de fines del siglo XIX: donde el dinero giraba de manera circular, retornando a la fuente (empleador y vendedor correspondían al mismo monopolio), siendo el peón un simple engranaje adosado a un sistema que enriquece a unos pocos y hace miserables a otros tantos. Las pulperías de hoy en día se llaman retails y sus dueños, unas pocas familias privilegiadas, atrapan económicamente a buena parte de la clase media valiéndose de la cultura del consumo y del crédito, sino es por medio de las multitiendas a través de supermercados, bancos o financieras, también de su propiedad.
Aquel Chile de la desigualdad insostenible no es -sin embargo, como muchos sostienen de manera errónea o acomodaticia- producto per sé de las disposiciones del modelo económico neoliberal; sino una herencia funesta del proceso colonizador y sus instrumentos políticos de segregación e inamovilidad social que se valió de las castas (europeo, criollo, mestizo, indio, mulato, negro) para mantener inalterable el dominio desde la metrópoli, todo lo cual transmutó desde la independencia en nuestras peores formas de clasismo y prejuicios sociales, que han hecho de Chile no sólo un país inequitativo sino también injusto y arbitrario contra todo orden (cultural, étnico, religioso o generacional) que escape a los criterios convencionales dictaminados por la élite. En esta dimensión argumentativa se circunscriben la Pacificación de la Araucanía (1861-1883), la Guerra Civil de 1891, la Matanza del Seguro Obrero (1938), el nuevo conflicto de la Araucanía (2016-2019) o la actual "araucanización" del conflicto social chileno, realidad que se vive hoy en las devastadas calles de todo el país, contrastando diversos antagonismos.
Aquel Chile de la desigualdad insostenible no es -sin embargo, como muchos sostienen de manera errónea o acomodaticia- producto per sé de las disposiciones del modelo económico neoliberal; sino una herencia funesta del proceso colonizador y sus instrumentos políticos de segregación e inamovilidad social que se valió de las castas (europeo, criollo, mestizo, indio, mulato, negro) para mantener inalterable el dominio desde la metrópoli, todo lo cual transmutó desde la independencia en nuestras peores formas de clasismo y prejuicios sociales, que han hecho de Chile no sólo un país inequitativo sino también injusto y arbitrario contra todo orden (cultural, étnico, religioso o generacional) que escape a los criterios convencionales dictaminados por la élite. En esta dimensión argumentativa se circunscriben la Pacificación de la Araucanía (1861-1883), la Guerra Civil de 1891, la Matanza del Seguro Obrero (1938), el nuevo conflicto de la Araucanía (2016-2019) o la actual "araucanización" del conflicto social chileno, realidad que se vive hoy en las devastadas calles de todo el país, contrastando diversos antagonismos.
En época tan temprana como la primera mitad del siglo XIX, el clásico economista judeo-británico David Ricardo sostenía que los tratados de libre comercio deben realizarse entre países con semejantes niveles de desarrollo económico o sino se verían irremisiblemente arrastrados a un dominio imperialista por asimetría, el modelo neoliberal y su artillería de TLC sólo logra agudizar las desigualdades en países subdesarrollados y del tercer mundo, donde la riqueza financiera y productiva se encuentra concentrada. A fines de los años '70 Chile se convirtió en el primer laboratorio neoliberal de Latinoamérica internando los formulismos económicos dictados por el gurú de la Escuela de Chicago, el economista judeo-neoyorkino Milton Friedman y sus bien aleccionados "Chicago Boys" que tuvieron el beneplácito de la Junta de Gobierno para des-estructurar el viejo modelo económico de industria nacional protegida liberalizando plenamente la economía, privatizando las grandes empresas y flexibilizando al máximo las rigidez institucional para emplazar el nuevo modelo y atraer la inversión extranjera; la carta maestra para sujetar los cambios fue la Constitución de 1980, redactada por el polémico jurista Jaime Guzmán.
En plena Guerra Fría y en el caldero ardiente de un continente con la sociedad civil más polarizada del planeta ("upelientos" vs "momios" en la realidad chilena de la época) el modelo económico neoliberal fue acogido sin tapujos pero no con pocos resquemores por la Junta Militar de Gobierno, alineada con Estados Unidos desde el Plan Cóndor y cuya matriz: las FFAA, tenían hasta entonces una marcada inclinación por el proteccionismo y el nacionalismo económico. En el Chile de los setenta, buena parte de las FFAA militaba en el radicalismo político e incluso el propio Augusto Pinochet fue un radical (partido ya cargado a la centro-izquierda por aquellos años) previo a su escalada al poder, consecuente quiebre con el orden socialdemócrata y abanderamiento con la nueva derecha dura. No sólo eso, parte de la derecha clásica (Partido Nacional sobre todo) se desvinculó del gobierno militar al ver amenazados sus intereses sectoriales y comprender que el doble adoctrinamiento (neoliberalismo y kissingerismo) obedecía al más puro injerencismo norteamericano, afrenta para cualquier nacionalista que se precie.
Pero Chile era un país pobre y con pocas opciones; el gobierno de Allende pese a sus loables intenciones justicieras abrigaba los más precipitados intereses revolucionarios (y una agenda ideológica caótica) que lo llevarían a la ruina al no lograr sortear una estructura de poder piramidal rígidamente arraigada (el Estado profundo chileno) y donde el Orden Portaliano ("El peso de la noche") se las arregla para imperar por la razón o la fuerza en todas las épocas como bien reza el emblema de nuestro escudo nacional y atestiguan los sucesivos quiebres institucionales que se suceden cada cierta cantidad de décadas en nuestra historia republicana.
Guste o no, el modelo económico neoliberal demostró ser funcional por más de cuatro décadas, dadas las condiciones de país pequeño en cantidad de habitantes y donde (a diferencia de grandes y complejas economías como la brasileña o mexicana) resultaba más saludable importar que producir. Aún así, toda economía sana debe ser en algún grado mixta y poseer al menos una industria estratégica en manos del Estado; tal es el caso de Chile con CODELCO (el cobre es y seguirá siendo "el sueldo de Chile"), un logro que debemos agradecer a la visión nacionalista y proteccionista de figuras como Carlos Ibañez del Campo, Eduardo Frei Moltalva y Salvador Allende. No se debe perder de vista tampoco que hoy la economía global se retrotrae del neoliberalismo al nacionalismo económico (nada más ilustrativo que la guerra comercial entre EE.UU. y China o la crisis de la Unión Europea) y que frente a esta nueva realidad, nuestra industria estratégica del futuro: el litio, continua en manos privadas.
Guste o no, el modelo económico neoliberal demostró ser funcional por más de cuatro décadas, dadas las condiciones de país pequeño en cantidad de habitantes y donde (a diferencia de grandes y complejas economías como la brasileña o mexicana) resultaba más saludable importar que producir. Aún así, toda economía sana debe ser en algún grado mixta y poseer al menos una industria estratégica en manos del Estado; tal es el caso de Chile con CODELCO (el cobre es y seguirá siendo "el sueldo de Chile"), un logro que debemos agradecer a la visión nacionalista y proteccionista de figuras como Carlos Ibañez del Campo, Eduardo Frei Moltalva y Salvador Allende. No se debe perder de vista tampoco que hoy la economía global se retrotrae del neoliberalismo al nacionalismo económico (nada más ilustrativo que la guerra comercial entre EE.UU. y China o la crisis de la Unión Europea) y que frente a esta nueva realidad, nuestra industria estratégica del futuro: el litio, continua en manos privadas.
Chile bajo la bendición y maldición del neoliberalismo (los matices intermedios son básicamente nulos) en cuarenta años rescató de la pobreza extrema a millones de compatriotas, alfabetizó al 100% de la población nacional y allanó el camino para que la educación superior no fuera privilegio de unos pocos, sino una opción al alcance de la mayoría de familias, a partir de los no menos polémicos créditos universitarios (simple costo de oportunidad) y la apertura de mercado a una amplia gama de universidades, institutos y centros de formación profesional. La contracara del modelo: se extremó en cuarenta años la desigualdad de base entre la educación pública y la privada, como así mismo la calidad de los servicios públicos frente a los privados, una política sanitaria mercantilista reflejada en los altos precios de los medicamentos, las atenciones médicas privativas y una pobre cobertura de las patologías AUGE o la inexistencia de alternativas estatales para los fondos de pensión, entre otros vicios.
Lo anterior obedece al diagnóstico que todo el país debe hacerse a estas alturas: ¿porque terminamos en esto?, ¿cuánto hay de responsabilidad política en los hechos que desataron la actual crisis?, ¿son el modelo social, económico y político los responsables o hay algo que subyace a todo ello?. La respuestas desde luego no son absolutas, pero una comprensión cabal de la historia de Chile sirve sobremanera para abordar y comprender los problemas que hoy enfrentamos, inteligibilidad que lamentablemente no está a la altura de las copiosas hordas de jóvenes millennials, muchos de los cuales en su vida han tomado un libro pero pretenden transformar el país sumándose a la presión destructiva del infaltable lumpenaje, aquella masa informe apolítica (por que no es capaz de comprender la política salvo desde los clisés ideológicos), siempre dispuesta a saquear, destruir y quemar y cuya realidad aciaga ya era mencionaba como factor desestabilizador entre los cronistas chilenos del siglo XIX.
El factor millennial de la inmediatez (sujeto a la exigencia de cambios acelerados en una era post-informática, donde todo avanza muy rápido) y la cuantía de las RRSS como instrumento para organizar la presión ciudadana, sedujo y convocó sobre las calles del país el descontento social ahogado en la garganta de varias generaciones. Lo que comenzó como un llamado a la evasión por el alza de $30 en el pasaje del metro, se viene convirtiendo al cabo de tres semanas en la peor paralización nacional en la historia del país, con millonarios y casi insalvables daños en infraestructura pública, privada y hasta patrimonial (edificios emblemáticos de la arquitectura decimonónica como el de El Mercurio de Valparaíso o la Casa Schneider en Vicuña Mackenna) que esbozan hacia el resto del mundo nuestra cavernaria urbanidad, a la vez que la credibilidad del país en materia de inversión cae con la misma intensidad en que se desploma la bolsa de valores y en sentido inverso a cómo que el dólar se precia a niveles impensados frente al alicaído peso chileno.
A estas alturas del trance, la idea de formular una nueva Constitución Política se haya instalada como eje principal de la opinión pública, avalada por el amplio espectro político: desde la izquierda frenteamplista a la centro-derecha. Una nueva carta magna, aprobada y supervisada por la sociedad civil, empleando el instrumento de una Consulta Nacional Constituyente podría florecer el pacto social definitivo que requiere Chile para desentramparse del estado de naturaleza (no hobbesiano, sino selvático o anárquico) bajo el que subsiste desde hace casi un mes el país, aunque este proceso será muy dilatado, tedioso y reñido, dados los múltiples intereses sectoriales, políticos, sociales y económicos en juego: una lógica dialéctica que el mundo de la inmediatez no resiste ni comprende, subyaciendo la amenaza de que continúe activa la presión social y su peor cara: la destrucción en las calles.
Lo anterior obedece al diagnóstico que todo el país debe hacerse a estas alturas: ¿porque terminamos en esto?, ¿cuánto hay de responsabilidad política en los hechos que desataron la actual crisis?, ¿son el modelo social, económico y político los responsables o hay algo que subyace a todo ello?. La respuestas desde luego no son absolutas, pero una comprensión cabal de la historia de Chile sirve sobremanera para abordar y comprender los problemas que hoy enfrentamos, inteligibilidad que lamentablemente no está a la altura de las copiosas hordas de jóvenes millennials, muchos de los cuales en su vida han tomado un libro pero pretenden transformar el país sumándose a la presión destructiva del infaltable lumpenaje, aquella masa informe apolítica (por que no es capaz de comprender la política salvo desde los clisés ideológicos), siempre dispuesta a saquear, destruir y quemar y cuya realidad aciaga ya era mencionaba como factor desestabilizador entre los cronistas chilenos del siglo XIX.
El factor millennial de la inmediatez (sujeto a la exigencia de cambios acelerados en una era post-informática, donde todo avanza muy rápido) y la cuantía de las RRSS como instrumento para organizar la presión ciudadana, sedujo y convocó sobre las calles del país el descontento social ahogado en la garganta de varias generaciones. Lo que comenzó como un llamado a la evasión por el alza de $30 en el pasaje del metro, se viene convirtiendo al cabo de tres semanas en la peor paralización nacional en la historia del país, con millonarios y casi insalvables daños en infraestructura pública, privada y hasta patrimonial (edificios emblemáticos de la arquitectura decimonónica como el de El Mercurio de Valparaíso o la Casa Schneider en Vicuña Mackenna) que esbozan hacia el resto del mundo nuestra cavernaria urbanidad, a la vez que la credibilidad del país en materia de inversión cae con la misma intensidad en que se desploma la bolsa de valores y en sentido inverso a cómo que el dólar se precia a niveles impensados frente al alicaído peso chileno.
A estas alturas del trance, la idea de formular una nueva Constitución Política se haya instalada como eje principal de la opinión pública, avalada por el amplio espectro político: desde la izquierda frenteamplista a la centro-derecha. Una nueva carta magna, aprobada y supervisada por la sociedad civil, empleando el instrumento de una Consulta Nacional Constituyente podría florecer el pacto social definitivo que requiere Chile para desentramparse del estado de naturaleza (no hobbesiano, sino selvático o anárquico) bajo el que subsiste desde hace casi un mes el país, aunque este proceso será muy dilatado, tedioso y reñido, dados los múltiples intereses sectoriales, políticos, sociales y económicos en juego: una lógica dialéctica que el mundo de la inmediatez no resiste ni comprende, subyaciendo la amenaza de que continúe activa la presión social y su peor cara: la destrucción en las calles.
Excelente análisis. Te felicito
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