El resultado es un escenario de decadencia cultural y social más pronunciado: un país frágil y desmoralizado que arriesga perder sus pilares básicos de cohesión. La educación se convierte en mercancía, la salud en privilegio, las pensiones en negocio y la infraestructura en botín. Lo que se presenta como “modernización” es, en realidad, una flagelación del Estado y un vaciamiento de lo común en favor de lo privado. En este contexto, Chile no sólo se hunde en la precariedad material, sino también en una crisis simbólica: la idea de comunidad se disuelve y lo que queda es un territorio donde la risa amarga y el consumo fugaz sustituyen cualquier horizonte de dignidad compartida.
El neoliberalismo, instalado como matriz cultural desde la más reciente dictadura, ha hecho de la fragmentación social su mayor triunfo. La comunidad, entendida como tejido de solidaridad y proyecto compartido, ha sido reemplazada por un individualismo feroz que transforma al ciudadano en consumidor y al vecino en competidor. La política se reduce a un cálculo de supervivencia personal y la vida pública se vacía de sentido colectivo. Incluso la derecha gremialista y corporativista —que alguna vez defendió un orden comunitario basado en sindicatos, colegios profesionales y cuerpos intermedios— ha sido absorbida por la lógica neoliberal, incapaz de sostener su propio discurso de cohesión, tradición y conservadurismo frente al avance del mercado absoluto.
El triunfo del liberalismo en Chile es también el triunfo del miedo: miedo al extranjero, convertido en amenaza constante; miedo a nosotros mismos, a la incapacidad de reconocernos como comunidad. Ese miedo se transforma en catalizador político, combustible de la desconfianza y la amargura. El resultado es el triunfo del no-país: una ciudadanía que ya no se concibe como cuerpo colectivo, sino como individuos aislados que se protegen desconfiando y avanzando a expensas del otro. La política se convierte en un espejo oscuro donde lo que se refleja no es esperanza, sino la certeza de la soledad.
Así, Chile se configura como laboratorio de una modernidad frágil: un país que despoja a sus instituciones públicas de su propósito en nombre de una supuesta eficiencia, profundizando la desigualdad y la exclusión. La decadencia no se manifiesta únicamente en los servicios deteriorados, sino en una cultura política que normaliza ese deterioro como inevitable. El miedo, el individualismo y la desconfianza se erigen en nuevos pilares de la identidad nacional, sustituyendo la idea de comunidad por la lógica del mercado. El resultado es un Estado debilitado, una sociedad fragmentada y una ciudadanía desmoralizada, incapaz de reconocerse en un proyecto común. En este espejo se revela no sólo el fracaso de la política, sino el agotamiento de la idea misma de comunidad. Chile se encuentra atrapado en la contradicción, incapaz de decidir si anhela ser nación o mercado, comunidad o mera pluralidad.
:.:
